sábado, 30 de julio de 2016

Carmeta, mi tía querida



Los ojos verdes, chispeantes, preciosos, de Carmeta es el primer brillo que nos deslumbra al verla, pero enseguida hay algo más intenso que nos envuelve: su simpatía.
       Su gracia innata, eterna y espontánea viene de su inteligencia y de su sagaz percepción del mundo. Encuentra el requiebro y la singularidad en todo lo que la rodea y sabe disfrutar desde lo más íntimo hasta lo más abierto.
         En mi infancia, el momento más luminoso era cuando me quedaba sola con ella y la miraba arreglarse para salir. La observaba embelesada cuando se maquillaba, se peinaba, se vestía. Yo quería ser como Carmeta. Soñaba que algún día podría ser tan guapa como ella, aunque ya desde muy niña yo sabía que nadie podía tener esa personalidad arrolladora y a la vez. Combinar con tanta naturalidad la simpatía y la ternura es algo que no he encontrada en nadie más que en Carmeta, mi tieta querida.
      Recuerdo con deleite las horas que pasábamos echadas en su cama, en casa de la Yaya, mientras me contaba historias y anécdotas que para mí eran las del mundo prodigioso de una mujer fascinante.
      Todos conocen su talento para contar chistes. Nadie puede igualarla. El combate que en algunas memorables sobremesas se entablaba entre Carmeta y Fernando Colchero Landa, era despiadado, pero hay que reconocer que Carmeta terminaba ganando, pues además de su incomparable salero, es previsora y siempre llega armada de una libretita que saca de su bolso de Mary Poppins, donde lleva anotadas, en un estilo único e indescifrable, las claves de cada chiste. 
      La cereza del pastel, como diríamos, de todas las navidades o reuniones familiares, cuando casi todos estaban ya bien achispados o agotados, era ver a Carmeta bailar las rumbas de Peret. Yo le hacía comparsa, pero no sin vergüenza por no estar a la altura de su garbo, claro.  
  Más de una vez, ya en mi adolescencia, nos íbamos en pantuflas o como fuera, en la madrugada, a por unos taquitos de Santa María la Rivera y nos los comíamos en el coche, felicísimas. Así nada más, por el puro antojo. Y, de esta manera, podría pasarme días recordando anécdotas.
        Su generosidad es proverbial. Todos sabemos que con Carmeta siempre se puede contar.  Además, nadie como ella despliega tanto donaire y desenfado cuando nos tiende la mano. Su desprendimiento no viene envuelto en cálculo de reciprocidad ni en jactancia alguna, sino en cariño y sinceridad.

La crianza de sus tres hijos no la convirtió en una señora seria o dura, al contrario, aumentó su desparpajo y sus ganas de vivir. A lo largo de los años, los altibajos y los sinsabores no han hecho decaer su luminosidad. Cubierta de piedrones, como ella llama a las joyas que tantísimo le gustan, o en bata de casa, su alegría nos ilumina a todos. 
          Cada época de mi vida ha estado marcada por su generosidad, su risa incomparable y su calidez. Por ello mi vida ha sido mucho mejor, y le estoy muy agradecida.
         Hoy, en los días más terribles para mi adorada Carmeta, sólo quiero que sepa lo muchísimo que la quiero y la admiro.
       Siempre estaremos muy cerca, Carmeta querida; llorando o riendo, siempre abrazadas



domingo, 7 de febrero de 2016

"Truman": harta de los premios de cine; pobre Goya


"Truman": harta de los premios de cine; pobre Goya


O el mundo está al revés o yo ya no entiendo nada; al menos de cine.
       Hoy amanezco con la noticia de que a la película española Truman le han dado cinco Goyas, el premio de cine más importante en España . Ni más ni menos que por mejor película, dirección, guión y actores.

         Bien, pues hace cosa de dos meses, llevada por mi gusto por Ricardo Darín, me lancé a ver la dichosa película. Resistí sólo porque tenía un compromiso después y no quería volver a casa. 
     Llegué a la cena comentando que hacía muchísimo tiempo que no veía una película tan aburrida, ilógica y pretenciosa. Los personajes expresan reacciones absurdas constantemente; el tempo es aplastante pues nunca pasa nada; y el perro, Truman, es olvidado por completo, a pesar de ser, supuestamente, el centro de la vida del protagonista. 
Un horror de aburrimiento y sinsentidos, llena de clichés pretenciosos, pero eso sí, el guionista y director sentía que estaba haciendo la obra de arte máxima, no cabe duda, pero lo que hizo fue una bodrio que coló o porque se impuso su pedantería y el manido tema del moribundo de cáncer o porque está apoyada por el cenáculo cinematográfico español.

 
  El público me parece que se dice lo siguiente: como la película cuenta la historia  de un moribundo de cáncer, donde nadie llora ni se desespera, pues nada, tiene que ser buena, "de arte". 
     Y yo digo, pobrecito, como no le van a dar un premio al moribundo, ya que en la película parece que nadie sufre por él, pues todos sus "seres queridos" son personas muy templadas que censuran con frialdad la decisión del enfermo de dejar los tratamientos,  expresando su desacuerdo mediante inverosímiles diálogos y diatribas moralinas enmarcadas, claro, en la imperante corrección política. Vamos, que encima de cornudo, apaleado; moribundo y regañado. 
       Todo esto para que nada huela a melodrama. La intención del guionista-director, Cesc Gay, es que su obra no tenga tufo a telenovela. Pues sí que lo logra, pero a lo que apesta es a falsedad.

      El público nos dejamos chantajear emocionalmente en el cine, vamos a eso muchas veces, Hollywood lo suele hacer con gracia, pero me asombra que ahora también nos dejemos chantajear por una película carente de emociones. Pero como tiene un tono muy serio, seriesísismo, y de cosa muy sesuda, tempo de aburrirse a morir, y como excluye toda posible expresión dramática, pues da la falsa apariencia de película de "calidad".

No, señores de los premios, Ladrones de bicicletas, es una obra de arte; El ángel azul, es una obra de arte; La celebración, es una obra de arte. Las emociones y la profundidad en el retrato de los personajes hacen una obra de arte, no la lentitud y la frialdad. Truman no es una historia de emociones contenidas, sino de ausencia de emociones, plagada  de discursos pedantes.     
     No en vano cuando veo en los carteles  esos laureles que enmarcan los premios obtenidos por una película, tengo por costumbre no ir a verla. ¿Qué soy una exagerada? No, es que ahora el cine cuesta muy caro y mi tiempo es muy valioso como para perderlos ambos en una tarde.